Playa de Tulum. Mexico. Febrero de 2008.
Hallándonos Uma y yo sumidas en la oscuridad inevitable de nuestra cabaña ecológica sin electricidad (culpa del cerebro roto, pero esa es otra historia, alguna vela nos dejó Yuri, qué guapo es) y absolutamente convencidas de que todo el mundo debía de estar en una fiesta a la que no estábamos invitadas ("no vacancy" colgado en el resto de las cabañas, pero "no people on the beach", "no people at the restaurants" y, más sospechoso si cabe: "no people watching the moon eclipse"), decidimos simular una discoteca con la luz de nuestras linternas.
Todo empezó con una guerra de espadas de luz, chocando el halo fulgurante de las linternas, que derivó hacia el altísimo techado cónico de la cabaña, de madera y hojas de palmera imbricadas hasta formar una tupida barrera, rematada en el exterior por una red espantapájaros.
Nos estaba quedando bien la disco, con diferentes ritmos y recorridos, cuando mi aguda visión de granjera sureña detectó un movimiento extraño en algún travesaño del techo. Dirigí rauda el haz de mi linterna al sujeto para comprobar horrorizada que se trataba de ¡¡¡ una rataaa !!!
¡¡Ostras!!, dije yo sin creérmelo del todo mientras seguía con la luz la huída del bicho por los palos del techo, ¡hay una rata en la cabaña! La rata se escabulló por un agujero entre las hojas secas de palmera, el que correspondía al comienzo del voladizo delantero, el porche con vistas (al mar entre los cocoteros). Uma, muy convencida, replicó, "eso no era una rata, estamos en la playa. Sería un ratoncillo". De ratón, nada, dije, eso era una rata, ¿es que no la has visto? "Pues no, es que no llevo las lentillas, me las he quitado" (te vas a enterar cuando te operes, rica) "pero en la playa no hay ratas, será un ratón", insistía Uma. Yo, bastante nerviosa, como cualquier dama en mi situación, seguí iluminando el techo con mi linterna, por si se cumplía el dicho de "donde hay una hay más" y, ante mi atónita mirada volvió a presentarse la rata, de color gris claro aterciopelado, orejas pequeñas y redondas, ojos vivos y asustados y bigotes temblones. No pude reprimir un grito ahogado. ¡Mírala, mírala, una rata, es una rata!, pero Uma seguía sin verla bien. El bicho volvió a huir por el mismo agujero y fuimos a buscar a Yuri (dueño de la instalación). Su cabaña estaba al lado de la nuestra, pero no estaba. O no quería abrir.
Sólo podíamos avisar a Nicolás, el encargado, posiblemente el hombre más vago del mundo, que con sus andares de brazos arrastrados agarró una escalera y un palo y vino a la cabaña sin muchas ganas. Abrió la escalera, se encaramó a ella y hurgó con el palo en el agujero por donde se había fugado el bicho. Se bajó de la escalera, se dirigió a nosotras diciendo: mañana le pongo le veneno, la cocino y se la sirvo al patrón. Sonreía bajo su bigotillo y prometió volver al día siguiente con una escalera grande para ponerle veneno.
Yo no quería que la envenenase, sólo que se fuera de nuestra cabaña, que no apareciera en mitad de la noche para saltar sobre nuestras camas. Y así, al borde de un ataque de nervios sureños, Uma me sacó de allí y me llevó a pasear por la playa para que me diera el aire y dejase de alumbrar el techo con mi linterna.
No vimos a Yuri esa noche, ni al día siguiente. Creo que fue dos días después, la víspera de nuestra marcha, cuando conseguimos dar con él. Necesitábamos saber si teníamos que marcharnos a una hora concreta, si necesitaba la cabaña, si nos iba a devolver las vueltas de la compra que tan amablemente nos hizo el primer día y, sobre todo, si sabía lo de la rata. No nos puso problemas para marcharnos, cuando quisiéramos, y volvió a prometer darnos las vueltas, iba a acercarse al pueblo, a un cajero, y nos las daría (a un cajero a por 50 pesos=5$???). En cuanto a la rata.... he aquí la respuesta de Yuri (léase con acento mexicano): "Síi, ya me contó Nicoláss, qué pena* con el ratónnn". No, repliqué yo, era una rata. "Puess máss pena todavía que no era un ratónn, es raro, sí, pero estamos en la naturalesa... le pusimos veneno"
Una pena muy grande, sí, pero la escalera pequeña y el palo seguían junto a nuestra cabaña, luego Nicolás no había traído la escalera grande, probablemente no había puesto veneno (si tardaba tres días en fregar los platos!) y nunca le serviría la rata a Yuri. No por falta de ganas, sino por no cocinarla.
(*) pena=vergüenza